martes, 22 de enero de 2008

La noche y sus sirenas o "adelante, no se arrepentirán"

La noche y sus sirenas. Aparecen con su química de azúcar. De pronto hay humo y las rocas y los témpanos dejan de ex-istir. Pero están ahí, y el choque es inevitable. No hay antídoto, no hay profilácico, no existen advertencias eficientes. Como frente a las olas en altamar, estamos entregados a la voluntad del canto de las sirenas de la noche. Hay un antes y un después en la vida, tras un encuentro con una sirena de la noche. La única esperanza es la voz de los amigos. Pero ¿quién escucha a un amigo durante el canto de la sirena? ¿Existe esa fuerza en la disminuida sensatez del atrapado marinero? Algunos se defienden con el añoso turbante, otros le echan la culpa al verano, pero lo cierto es que son las células más pequeñas, alojadas a media altura y no en el oído, las que caen rendidas ante el canto extranjero de las sirenas.

viernes, 18 de enero de 2008

Escritos de Citauca: "Fiebre"


Hay un período durante el proceso de maduración o crecimiento en el que nos encontramos en tierra de nadie. Me refiero a que en esa época de nuestras vidas no estamos seguros de ser niños o jóvenes, aunque, está claro que todavía vemos a la mayoría de los adultos con suspicacia. Digo a la mayoría, porque de vez en cuando alguno de ellos irrumpe y no nos provoca retraimiento ni desconfianza, sino todo lo contrario. Tampoco somos considerados como niños por todos ellos ni plenamente jóvenes o adolescentes. De hecho adolecemos de toda definición, no somos estables a los ojos de nadie. No sé qué edad es esa, pero con seguridad es en algún momento entre los 9 y los 12 años. Durante esa época tenemos preocupaciones sexuales, por cierto, pero son, a la luz de los años posteriores, absolutamente inocentes, ingenuas. Los cuestionamientos sexuales equiparan a los que uno tiene respecto de cualquier otra cosa.

Me acuerdo la fascinación que me provocaba fantasear que yo jugaba en Palestino, el equipo que Óscar Fabbiani, y que él era mi amigo, o el regocijo íntimo que me provocaban las imágenes al agacharme en secreto a mirar entre las piernas a mis compañeras de curso. En ambos casos era la vida entera lo que yo ponía en juego. Dentro de mi cabeza, claro está, pero no era otra cosa que un juego. Y de eso se trata la infancia, de jugar. La realidad (la “ley” de la realidad, para ser exactos) es desconocida para los niños, no así para los adultos, quienes están impedidos de arrancar de las garras de dichas leyes, y deben subyugarse a ellas, con nostalgia de aquellos tiempos en que el mundo tenía un horizonte redondo de felicidad. Y sin embargo hay hitos que empiezan a contaminar este mundo infantil, a quebrar el hechizo del juego, a erotizar las personas y las reglas empiezan a romperse, como un tramposo opera con las reglas del juego favorito. Y es como una enfermedad, pues los cambios que se suceden fuera y dentro de uno se viven con calor, con cosquillas, con aceleración, con fiebre.

El día que se abrió la puerta de la realidad para mi (y con ella se abrió la del futuro), el día que confié en un adulto y me dejé llevar por él hacia un nuevo juego fue cuando la hermana mayor de Robbie Küpfer me enseñó a bailar. No entraré en detalles acerca de su edad y belleza, es decir, no caeré en la inexactitud de incluir elementos reales en un relato que describe justamente la falta de ellos (o de la importancia objetiva que los adultos damos a ellos). Yo la consideraba una mujer adulta, lejana con al obvia infinita belleza.

Hubo una fiesta y yo asistí como siempre vestido de camisa roja, con un regalo para Robbie, muchas ganas de jugar fútbol con mis amigos. A mis diez años yo no convivía con mujeres, aunque, como ya adelanté, comenzaba ya a apreciar los placeres ocultos e inalcanzables para un chico de esa edad. Ese día se celebraba a una de las hermanas mayores y había por lo tanto, una gran cantidad de invitados “adultos”. Sin que a mi me llamara mayormente la atención ellos habían decidido bailar. Y ponían una y otra vez las mismas canciones. Desde el jardín y entre pelotazos, gritos y barro, escuchaba como al interior de la casa los grandes aplaudían y cantaban alegremente. La curiosidad pudo más y dejamos de jugar para ir a mirar. Cuando llegué al borde del grupo pude ver a la hermana de Robbie en movimiento. Describía unos pasos muy divertidos que los demás repetían y copiaban instintivamente. Se ponía una mano en la cadera mientras con el otro brazo estirado hacia delante, también el dedo índice, describía una circunferencia horizontal, marcando el ritmo de la canción e indicando de frente a cada uno de nosotros, mientras giraba su tronco de un lado al otro. Luego indicaba alternadamente al techo y al costado, de modo rápido. Cuando hacía esto los demás proferían gritos de alegría que pronto me contagiaron. Los adultos vieron en mi rostro un compromiso y súbitamente había varios de los invitados que trataban de jalarme hacia el centro de la improvisada posta de baile. Yo, con toda la energía y la intolerancia que un niño de 10 años puede ofrecer para oponerse a tal asalto trataba sin éxito de soltarme. Y estaba a punto de conseguirlo cuando vi el rostro de la hermana de Robbie que se había cruzado en el camino que me quedaba entre la montonera y el jardín. Bastó que dijera una palabra para que los demás me liberaran. Luego me acarició e hipnotizó en el acto. Ese momento de encantamiento lo he vivido muchas veces más en mi vida, pero ninguno ha sido tan convincente.

Nunca más he vuelto a someterme con tanta entrega como en aquella tarde (las fiestas a fines de los años 70 eran en la tarde). Luego, tras constatar que yo cesaba en mi afán de salir corriendo y verificar que los demás se hacían a un lado, ella me tomó de la mano y me situó en el medio del salón e indicó a un invitado que estaba al lado del equipo de música, con un gesto silencioso, pero decidido, que tocara de nuevo Fiebre de Sábado por la Noche (Eso es lo que dijo, aunque hoy sé que estaba en un error, pues la canción es Night Fever y no Saturday Night Fever, que es el nombre de la película que por esos días enloquecía a tantos). Lo que sigue es una serie de pasos coreográficos que olvidé completamente, salvo los que ya he descrito y que recuerdo por haberlos visto bailar a ella, no porque los sienta propios. Lo que sigue es también una revelación. Es el momento en que descubrí a mi primer grupo musical favorito. Escuchar a los Bee Gees, con los brazos de esa Mujer a mi alrededor, con su pelo rubio y desordenado saltando sobre su cara (y sobre la mía), su benevolencia, su infinita dedicación, me transportaron de ahí hacia un mundo que no conocía y que devendría en mi espacio favorito.